Guía de crisis
(ensayo)
1. Introducción
El inicio de la globalización —un concepto que no debe
confundirse con la noción de globalismo— marca un punto de inflexión en la historia
reciente. El globalismo es una postura político-filosófica promovida
por George Soros, que suele asociarse con lo que se conoce como la cultura
woke; la globalización, en cambio, es un fenómeno físico que opera
como un campo, al igual que el
magnético o el gravitatorio, y caracteriza a la sociedad mundial en esta etapa
de su desarrollo.
Su origen puede rastrearse en las deliberaciones de la Comisión
Trilateral durante la década de 1970. Fue en ese espacio funcional
—que reunió a casi 300 de las personalidades más influyentes del denominado Occidente
colectivo (incluido Japón), bajo el liderazgo inicial de David Rockefeller y Henry Kissinger— donde
surgieron las tendencias fundamentales que habrían de regir el nuevo orden
mundial. El resultado más trascendente de esas orientaciones fue el reciclaje de la nación
china.
Cumplido ese cometido —y una vez que el gran país del Lejano Oriente logró
eliminar la pobreza en apenas cuarenta años, entre casi mil quinientos millones
de habitantes—, le llega ahora el turno al resto del planeta. Se espera que el capitalismo
—o lo que finalmente sobreviva de él, dada su actual situación de crisis—
reproduzca, con igual éxito, lo que China
consiguió en el extremo oriente.
En síntesis, eso es lo que se ha puesto en marcha en los últimos años,
aunque dentro de un contexto profundamente desordenado, por decir
lo menos. Pareciera que la Teoría del caos —rama de las
matemáticas y de la física teórica que estudia los sistemas dinámicos no
lineales— ha adquirido una nueva connotación: la de sofisticada herramienta
organizacional del cambio.
Si atendemos a las circunstancias actuales, tan difíciles de explicar según los
cánones tradicionales, tal vez haya que coincidir con Giovanni da Empoli, quien describió magistralmente este
fenómeno en Los ingenieros del caos.
Sobre ese trasfondo, presentamos aquí algunos comentarios preliminares
destinados a orientarnos en medio de este
laberinto
conceptual.
2. Muere la reina
De cara al Atlántico, en Carbis Bay, al sudoeste de Inglaterra, se celebró a
mediados de junio de 2021 el acto inaugural del nuevo G7. Ese
día, Isabel
II se trasladó
personalmente para participar en una actividad oficial fuera del Castillo de
Buckingham, en la que sería su última aparición pública. La
presencia de la Reina aportó legitimidad a una decisión crucial de los países
desarrollados: tomar distancia del G20.
En un escenario cargado de simbolismo, los acantilados de aquella villa
veraniega fueron testigos del nacimiento de una grieta global.
Sin embargo, aunque lo resuelto no equivalía más que a un remedo de la pasada guerra
fría, los líderes presentes no dejaron de mostrar cierta
cautela.
En los fundamentos de la declaración final de la Cumbre —paradójicamente redactada
en formato G20— se reafirmaba la importancia de este último como principal responsable de
la agenda global (monitoreo y elaboración de contenidos),
aunque claramente en menoscabo de su influencia política. De ese modo, una minoría de países
abroquelados, aportante de la mitad del PBI mundial, comenzó a
desplazarse por su propio andarivel.
El hecho más significativo —el que definió, precisamente, la nueva configuración del
poder global en proceso— se produjo al día siguiente de la
finalización de la Cumbre de Carbis Bay. Fue en Ginebra, donde el presidente Joe
Biden se reunió durante dos horas con su par ruso, Vladimir
Putin, con la inocultable intención de transmitir tranquilidad a la
contraparte en relación con las resoluciones adoptadas.
Ambos episodios, dos facetas de una misma jugada —no necesariamente
prevista—, comenzaron a delinear una situación inédita: los atisbos de una nueva guerra fría,
con el mundo nuevamente dividido en dos mitades y Estados Unidos
asumiendo el papel de arquitecto principal del nuevo
contexto.
3. Las cenizas de la URSS. Guerra
de Ucrania
Al poco tiempo, en febrero de 2022, se produjo la invasión rusa a Ucrania. El conflicto, que continúa hasta
nuestros días, ha recibido diversas justificaciones.
Desde la perspectiva rusa, la guerra se origina en lo que Moscú considera un
golpe de
Estado ocurrido en el Maidan, en 2014. Aquel año, el
nacionalismo ucraniano —de sórdida trayectoria antes, durante y después de la
Segunda Guerra Mundial— emprendió desde el gobierno una cruzada de signo genocida,
inspirada en una rusofobia extrema.
El problema es que la mitad de la población ucraniana comparte con Rusia
raíces lingüísticas, étnicas y culturales. Esa fractura dio lugar a una guerra
generalizada en los territorios orientales, fronterizos con Rusia. Así, la
defensa de esa población se volvió, desde el punto de vista del Kremlin, un
paso ineludible.
Todo el Occidente
colectivo reaccionó con indignación, con Estados Unidos a la cabeza y un protagonismo casi sin fisuras de la Unión
Europea. Partidas presupuestarias colosales fueron destinadas a
la compra de armamento para ser entregado a Ucrania. Paralelamente, la UE
aprovechó la ocasión para vaciar sus arsenales de material obsoleto, enviándolo al
frente de batalla.
Durante estos tres años, el conflicto ha evolucionado lentamente hasta
convertirse en una guerra de desgaste, en la que ninguna de
las partes parece mostrar un interés real por su finalización.
Rusia, que según los observadores más calificados ya habría
ganado la guerra —con una proporción desmesurada de bajas militares a su
favor—, tiene por delante la ocupación de algunos territorios remanentes,
lo que le permitiría controlar las “tierras negras” (chernoziom), las más fértiles del planeta, y
garantizar la salida de su producción agrícola a través de los puertos del mar Negro, incluida su
histórica Odesa.
A Rusia le conviene avanzar con lentitud: acondicionar los territorios que
quedarán bajo su dominio, destruir la infraestructura obsoleta de origen soviético,
desplazar a
la población más influenciada por el nacionalismo —mientras la
más calificada y joven emigró masivamente en las primeras horas del conflicto—
y reducir su
exposición como agresor ante la opinión pública internacional.
Además, desde una perspectiva estratégica, ese ritmo pausado le da el tiempo
suficiente para alcanzar el río Dniéper, límite histórico de
su zona de influencia, muy distinta de la parte occidental del país,
tradicionalmente vinculada a Polonia, Hungría y Rumania.
La disolución
de la Unión Soviética debió haber sido, necesariamente, una operación negociada
—de otro modo, la URSS podría haber sobrevivido bajo una forma similar a la de
Corea del Norte—, y en esas negociaciones Ucrania fue, con toda
probabilidad, una de las principales piezas de intercambio.
También resulta evidente una lógica nacionalista en la ambición
rusa de recuperar territorios que históricamente le pertenecieron y que fueron
cedidos por razones políticas durante la creación de la ex URSS en 1924: el Donbass, Járkov, Odesa, Crimea
(regalada por Khrushchev en 1954).
En aquel entonces, Ucrania no representaba un interés central para Occidente,
como sí lo es hoy. Lo que pocas veces se menciona, en medio del aluvión
informativo que rodea y distorsiona el conflicto, es que también Polonia, Eslovaquia,
Hungría y Rumania tienen cuentas históricas pendientes: a todas
ellas se les truncaron considerables extensiones territoriales.
Ante un previsible
colapso de Ucrania, surge una pregunta inevitable: ¿cómo
reaccionarán los pueblos de Galitzia y Volinia,
de la Ciscarpatia, de Besarabia y
de la Bukovina,
cuyos orígenes no son precisamente ucranianos pero que hoy se aprisionan en su
suelo?
¿No se verán fortalecidos sus deseos autonómicos, con vistas a la
constitución de nuevas repúblicas referenciadas en sus patrias de origen?
4. Resultados geopolíticos. El
nuevo mundo
En el plano geopolítico, el rompecabezas mundial continúa sin
completarse, y sus piezas se mueven al ritmo de un concierto electrizante. Sin
embargo, diversos analistas coinciden en que estamos frente a un cambio de paradigma.
A partir de 1991, con la caída de la URSS
y el fin de la denominada Guerra Fría —cuyo frente simbólico había sido trazado por
Winston
Churchill en su célebre discurso de Fulton, el
5 de marzo de 1946, cuando propuso separar el comunismo del capitalismo mediante
una “cortina
de hierro”—, se consuma la disolución del sistema socialista.
Este hecho, de enorme trascendencia, dio lugar a múltiples interpretaciones,
tanto en el ámbito académico como entre los analistas políticos.
La más influyente fue la tesis del “fin de la historia”,
según la cual el avance de la democracia liberal y del capitalismo
marcaría la culminación de la evolución ideológica de la humanidad.
Durante los siguientes treinta años, el mundo experimentó una etapa inédita
de convivencia, en la que, más que la pugna entre superpotencias, el desafío
consistía en cómo
adaptarse a las nuevas condiciones globales. El G7 incluso
llegó a incorporar a Rusia para conformar el G8, y el G20
funcionó durante más de una década sobre la base del consenso.
Sin embargo, con el paso del tiempo se hizo evidente que aquella aparente
armonía no era sino el inicio de una nueva etapa, aún más compleja que la
anterior.
Una de sus expresiones más significativas fue la Primera Cumbre de la
Democracia, convocada desde Washington en diciembre de 2021,
a partir de la cual el sistema político global comenzó a dividirse —según su
organización institucional— entre países democráticos y autocráticos.
Para dar forma a este nuevo momento, los cartógrafos del Departamento de
Estado introdujeron un cambio trascendental en la configuración
internacional, representado en el siguiente diseño:
Países
participantes en la I Cumbre por la Democracia. Diciembre de 2021. Fuente:
freedomhouse.org.
En el mapa, los países en negro correspondían a los no invitados.
Según esa visión, los casi doscientos Estados del mundo quedaron divididos,
aproximadamente, por mitades.
La actividad —realizada de manera virtual— fue objeto de críticas en los medios
estadounidenses, que cuestionaron el criterio de selección de
los países invitados y la composición de los bloques, abierta a múltiples
interpretaciones.
En todo caso, la iniciativa tuvo el mérito de mostrar de forma inequívoca
cómo Estados
Unidos —y, por extensión, el G7— comenzaban a redefinir el concepto de
democracia desde la perspectiva del Occidente colectivo.
Puede considerarse, así, como el punto de partida de una guerra fría.2.
Como en todo proceso de fuerte dinamismo, en el sistema internacional
surgieron nuevos
esquemas que complejizaron la manera en que los países se
expresan o son interpretados según sus afinidades.
Aun así, fue consolidándose —aunque de forma difusa y difícilmente
verificable— la sensación de que el mundo se divide nuevamente en dos bandos: “ellos” y “nosotros”, una dialógica intercambiable según desde dónde
se la mire.
Diversos acontecimientos reforzaron esa toma de posiciones, consolidando la
nueva configuración global. Y aquí aparece un cisne negro: las
amenazas
arancelarias de Donald Trump.
Trump es el presidente de la confusión perpetua; siempre está oscilando
entre dos polos y es imposible seguirle el hilo a su pensamiento. Pero su
ascenso está vinculado con una insatisfacción profunda dentro de la
sociedad estadounidense, una parte de la cual ya no disfruta del bienestar que
alguna vez caracterizó al país.
El uso de herramientas
fiscales y las consecuencias que se proyectan a corto, mediano
y largo plazo han generado una cadena de efectos. El acrónimo MAGA
(Make America Great Again), que da nombre a un movimiento
reivindicativo de la población norteamericana, evoca una nostalgia colectiva
por los logros que ese gran país fue perdiendo con el tiempo.
En el plano internacional, Trump cumple un papel protagónico
en el desarrollo del escenario mundial abierto, y su personalidad resulta funcional a las estrategias del caos
que distintos actores adoptan para desmontar el orden establecido por
Occidente.
El proceso, aún en desarrollo, amenaza con generar un cambio tan difícil de
explicar como de pronosticar. En la era digital, las amenazas mismas
—sin necesidad de concretarse— ya provocan efectos de enorme magnitud.
El objetivo declarado sería que Estados Unidos recupere su condición
de potencia manufacturera, el añorado “Made in USA”
de los tiempos en que los “vaqueros” (jeans)
llevaban esa etiqueta.
Entre las principales variables de este complejo sistema de interacciones
cruzadas pueden mencionarse:
·
la intención de Estados Unidos de
eliminar sus déficits
comerciales crónicos (con China, la proporción es de 6 a 1
desde hace décadas);
·
el empeño por incentivar inversiones
mediante mecanismos coercitivos —ya visibles en los resultados de las grandes
tecnológicas y de países del Golfo—;
·
y la relocalización de capacidades productivas,
los llamados -shoring, que, en rigor, no implica el regreso masivo de
empresas de Oriente a Occidente, sino la construcción de nuevas plantas en
territorio estadounidense, mientras las empresas apuntadas mantienen
la producción en el Lejano Oriente para seguir aprovechando mercados de
dimensiones crecientes.
Los analistas económicos advierten que el proceso no será tan sencillo. Uno
de los principales obstáculos está en las cadenas de suministro:
el aumento de aranceles encarece los insumos y puede volver menos competitiva
a la manufactura norteamericana frente a la del sudeste asiático.
No obstante, surge aquí otra sorpresa, con implicancias directas
para nuestra región: si el reshoring resulta costoso, crece la posibilidad del nearshoring y, sobre todo, el friendshoring. Así, podría concebirse al hemisferio americano como
un mercado integrado, repitiendo el ciclo refundante iniciado
en los años ochenta bajo los influjos de la Comisión Trilateral, con Henry Kissinger
a la batuta —un proceso que dio origen al llamado “milagro chino”.
Esto sería parte de la reconfiguración funcional que se está operando en
distintas regiones del planeta.
En suma, todas estas movidas —de largo aliento— tienen resultados geopolíticos de
gran alcance, pero incluso su mera puesta en marcha, y los
anuncios que las acompañan —a veces contradictorios—, han llenado al mundo de inquietud e incertidumbre
sobre el porvenir.
A la vez, otros
factores actúan en simultáneo: las nuevas guerras
(híbridas, proxy), los realineamientos geopolíticos que
impulsan el multilateralismo (OCS, BRICS, etc.), la desdolarización,
los desastres
climáticos que modifican el hábitat, el renacimiento del
militarismo europeo, y la saturación mediática global. Todo
ello configura un escenario en mutación permanente, donde el orden mundial parece
reescribirse sobre la marcha.
5. Milei
la creatividad encuentra
oportunidades donde otros ven obstáculos
Argentina
ha ingresado en un ciclo prolongado de crecimiento. No lo hace, sin embargo,
siguiendo una flecha recta e inmutable: habrá altibajos, idas y vueltas, aceleraciones
y ralentizaciones, desvíos a derecha e izquierda. Pero lo sostenible será una megatrend que, pese a las oscilaciones,
nos conducirá de manera irreversible hacia el futuro.
El
reciente triunfo del gobierno en las elecciones de medio término no representa,
en absoluto, una oportunidad única para Milei: el tren del desarrollo seguirá
pasando tantas veces como sea necesario. Claro está, cuanto antes uno se suba,
mayores serán las chances de no viajar parado. Por otra parte, no hará falta
realizar cambios drásticos si con lo hecho hasta ahora se han sorteado los
obstáculos; lo que probablemente se propondrá es cumplir sus compromisos hasta
el final.
Analistas
se preguntan cómo el Gobierno logró reducir, en menos de cincuenta días, los
catorce puntos de ventaja que el peronismo había obtenido en la provincia de
Buenos Aires. La respuesta parece encontrarse en dos hechos decisivos: la
implementación de la boleta única y la reunión del JPMorgan en el Teatro Colón,
apenas dos días antes de los comicios. Una jugada que ni McLuhan hubiera
imaginado, y que la prensa solo reflejó tangencialmente, enfocándose más en la
flota de aviones privados que trajo a Ezeiza a los ejecutivos del mayor banco
del mundo que en el significado político del gesto.
La boleta única, por su parte, introduce
una transformación institucional de gran alcance, obligando a reconsiderar
todas las elecciones recientes, empezando por la del mes pasado en la provincia
de Buenos Aires.
Existe,
sin duda, un voto de miedo: una mayoría —no absoluta, pero estratégicamente
decisiva— que teme la vuelta del peronismo. Pero también emerge un voto de
realismo: un progresismo incipiente que entiende que, cuando le toque gobernar
con una versión actualizada de sí mismo, no podrá impulsar el desarrollo si Milei
no sigue adelante con lo que está haciendo, aunque implique experiencias
dolorosas. No puede haber desarrollo en una Argentina cerrada.
Lo
sucedido este fin de semana marca el fin del peronismo unitario —nacido en 1945
con vocación federal nunca concretada— y el surgimiento de un peronismo
verdaderamente federal, acompañado por otras fuerzas: radicales, socialistas y
sectores independientes. Comienza así la construcción de una Argentina grande.
El
espacio Provincias Unidas es un primer indicio: su presentación fue
prometedora. Aunque los gobernadores —salvo Valdés en Corrientes— no hayan
triunfado en sus distritos, se trata de una apuesta federal, multipartidaria y
de centro, que podría convertirse en la alternativa posterior a la experiencia
mileista, quizás en uno o dos períodos.
Otro
aspecto relevante es el inédito padrinazgo de Estados Unidos. Nada semejante se
había registrado en nuestra historia reciente, salvo que se ignore la lección
del pasado. En el único otro período de crecimiento sostenido y estructural
—hacia 1859/60, con el modelo agroexportador— el papel de Inglaterra fue tan
contundente e invasivo como el que hoy asumen los norteamericanos. Solo que
entonces no había redes ni medios digitales para dejarlo en evidencia.
Guste o
no, se diga o se oculte, la trama corporativa de la sociedad argentina es tan
densa como inoperante. A lo largo de la historia, esos mismos actores
contribuyeron activamente a configurar el actual estado de cosas. Hay que
aprender a operar en medio de esos condicionamientos. Debe nacer una nueva
política que evite repetir el modelo agroexportador: enormes beneficios durante
su desarrollo, y perjuicios de igual magnitud a partir de su colapso con el
Pacto Roca-Runciman.
6. Se abre el telón
El futuro
no se enfrenta, se construye.
Comisión Trilateral, 1979
Según una
consulta a ChatGPT sobre cuántas instituciones referencian sus planes al 2050,
la respuesta es: "Aunque es difícil dar un número exacto, miles de
instituciones en todo el mundo tienen objetivos hacia 2050, especialmente en
sectores relacionados con el cambio climático, la sostenibilidad, la energía y
el desarrollo económico y social."
¿Por qué
ocurre tal coincidencia entre instituciones tan diversas? ¿Tiene el año elegido
algún valor simbólico? Las explicaciones encontradas son variadas, aunque
ninguna resulta del todo convincente.
Fijar la
vista en 2050 no parece fruto del azar, ni de un acuerdo global que impusiera
la fecha, sino de múltiples mecanismos de convergencia —explícitos e
implícitos— que han llevado a “miles de instituciones” a tomar ese año como
horizonte de planificación.
En estos
fenómenos de alineación progresiva, donde distintos actores clave se
influencian entre sí, surge una especie de sincronización global en visiones y
misiones. Así se configuran megatendencias que funcionan como hilos invisibles,
conectando épocas distintas y reforzando la idea de que la historia avanza
según ciertas determinaciones estructurales. Estas convergencias no son meras
coincidencias: se constituyen en una agenda por sí mismas, haciendo que el
futuro deje de ser una incógnita absoluta.
Surge
entonces una pregunta inevitable: ¿pesan más las urgencias del presente o el
magnetismo de un futuro que aún no llega, pero que ya impacta nuestras
expectativas? ¿Es esa imaginación del porvenir la que se traduce en escenarios
posibles, probables, factibles y —según quien los interprete— deseables,
actuando como un “atractor” al que estamos inevitablemente dirigidos?
En el
lenguaje de los sistemas dinámicos, un atractor es un conjunto de valores hacia
los que un proceso tiende a evolucionar, incluso partiendo de condiciones
iniciales muy diversas. La construcción de escenarios y el diseño de modelos
matemáticos que los representen, junto con la simulación computacional de futuros
posibles, nos permiten avanzar —con un grado razonable de certidumbre— hacia
los destinos que aspiramos alcanzar. Hoy, gracias al impulso de la inteligencia
artificial, esta tarea, compleja y poco considerada, ha ganado precisión y
potencia, y sustenta buena parte de las decisiones que nos afectan.
Entonces,
¿el futuro se enfrenta o se construye? ¿Está el devenir guionado?
En este
contexto resurge una noción provocadora: el Punto Omega, acuñada por el
jesuita y paleontólogo francés Pierre Teilhard de Chardin. Según él, se trata
del punto más alto de la evolución de la consciencia, el destino final de una
humanidad que avanza hacia la plenitud de su lucidez.
Teilhard,
junto al biólogo ruso Vladímir Vernadski —autor de La Geosfera (1924) y La
Biosfera (1926)—, sostenía que el planeta atraviesa una transformación: de
la biosfera hacia la noosfera, una esfera regida por la inteligencia, el
conocimiento y la consciencia colectiva.
Ing. Alberto Ford
IRI / UNLP
Buenos Aires, octubre de 2025