martes, 28 de octubre de 2025

 

Guía de crisis

(ensayo)

1. Introducción

El inicio de la globalización —un concepto que no debe confundirse con la noción de globalismo— marca un punto de inflexión en la historia reciente. El globalismo es una postura político-filosófica promovida por George Soros, que suele asociarse con lo que se conoce como la cultura woke; la globalización, en cambio, es un fenómeno físico que opera como un campo, al igual que el magnético o el gravitatorio, y caracteriza a la sociedad mundial en esta etapa de su desarrollo.

Su origen puede rastrearse en las deliberaciones de la Comisión Trilateral durante la década de 1970. Fue en ese espacio funcional —que reunió a casi 300 de las personalidades más influyentes del denominado Occidente colectivo (incluido Japón), bajo el liderazgo inicial de David Rockefeller y Henry Kissinger— donde surgieron las tendencias fundamentales que habrían de regir el nuevo orden mundial. El resultado más trascendente de esas orientaciones fue el reciclaje de la nación china.

Cumplido ese cometido —y una vez que el gran país del Lejano Oriente logró eliminar la pobreza en apenas cuarenta años, entre casi mil quinientos millones de habitantes—, le llega ahora el turno al resto del planeta. Se espera que el capitalismo —o lo que finalmente sobreviva de él, dada su actual situación de crisis— reproduzca, con igual éxito, lo que China consiguió en el extremo oriente.

En síntesis, eso es lo que se ha puesto en marcha en los últimos años, aunque dentro de un contexto profundamente desordenado, por decir lo menos. Pareciera que la Teoría del caos —rama de las matemáticas y de la física teórica que estudia los sistemas dinámicos no lineales— ha adquirido una nueva connotación: la de sofisticada herramienta organizacional del cambio. Si atendemos a las circunstancias actuales, tan difíciles de explicar según los cánones tradicionales, tal vez haya que coincidir con Giovanni da Empoli, quien describió magistralmente este fenómeno en Los ingenieros del caos.
Sobre ese trasfondo, presentamos aquí algunos comentarios preliminares destinados a orientarnos en medio de este laberinto conceptual.

2. Muere la reina

De cara al Atlántico, en Carbis Bay, al sudoeste de Inglaterra, se celebró a mediados de junio de 2021 el acto inaugural del nuevo G7. Ese día, Isabel II se trasladó personalmente para participar en una actividad oficial fuera del Castillo de Buckingham, en la que sería su última aparición pública. La presencia de la Reina aportó legitimidad a una decisión crucial de los países desarrollados: tomar distancia del G20.

En un escenario cargado de simbolismo, los acantilados de aquella villa veraniega fueron testigos del nacimiento de una grieta global.
Sin embargo, aunque lo resuelto no equivalía más que a un remedo de la pasada guerra fría, los líderes presentes no dejaron de mostrar cierta cautela.

En los fundamentos de la declaración final de la Cumbre —paradójicamente redactada en formato G20— se reafirmaba la importancia de este último como principal responsable de la agenda global (monitoreo y elaboración de contenidos), aunque claramente en menoscabo de su influencia política. De ese modo, una minoría de países abroquelados, aportante de la mitad del PBI mundial, comenzó a desplazarse por su propio andarivel.

El hecho más significativo —el que definió, precisamente, la nueva configuración del poder global en proceso— se produjo al día siguiente de la finalización de la Cumbre de Carbis Bay. Fue en Ginebra, donde el presidente Joe Biden se reunió durante dos horas con su par ruso, Vladimir Putin, con la inocultable intención de transmitir tranquilidad a la contraparte en relación con las resoluciones adoptadas.

Ambos episodios, dos facetas de una misma jugada —no necesariamente prevista—, comenzaron a delinear una situación inédita: los atisbos de una nueva guerra fría, con el mundo nuevamente dividido en dos mitades y Estados Unidos asumiendo el papel de arquitecto principal del nuevo contexto.

3. Las cenizas de la URSS. Guerra de Ucrania

Al poco tiempo, en febrero de 2022, se produjo la invasión rusa a Ucrania. El conflicto, que continúa hasta nuestros días, ha recibido diversas justificaciones.

Desde la perspectiva rusa, la guerra se origina en lo que Moscú considera un golpe de Estado ocurrido en el Maidan, en 2014. Aquel año, el nacionalismo ucraniano —de sórdida trayectoria antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial— emprendió desde el gobierno una cruzada de signo genocida, inspirada en una rusofobia extrema.

El problema es que la mitad de la población ucraniana comparte con Rusia raíces lingüísticas, étnicas y culturales. Esa fractura dio lugar a una guerra generalizada en los territorios orientales, fronterizos con Rusia. Así, la defensa de esa población se volvió, desde el punto de vista del Kremlin, un paso ineludible.

Todo el Occidente colectivo reaccionó con indignación, con Estados Unidos a la cabeza y un protagonismo casi sin fisuras de la Unión Europea. Partidas presupuestarias colosales fueron destinadas a la compra de armamento para ser entregado a Ucrania. Paralelamente, la UE aprovechó la ocasión para vaciar sus arsenales de material obsoleto, enviándolo al frente de batalla.

Durante estos tres años, el conflicto ha evolucionado lentamente hasta convertirse en una guerra de desgaste, en la que ninguna de las partes parece mostrar un interés real por su finalización.

Rusia, que según los observadores más calificados ya habría ganado la guerra —con una proporción desmesurada de bajas militares a su favor—, tiene por delante la ocupación de algunos territorios remanentes, lo que le permitiría controlar las “tierras negras” (chernoziom), las más fértiles del planeta, y garantizar la salida de su producción agrícola a través de los puertos del mar Negro, incluida su histórica Odesa.

A Rusia le conviene avanzar con lentitud: acondicionar los territorios que quedarán bajo su dominio, destruir la infraestructura obsoleta de origen soviético, desplazar a la población más influenciada por el nacionalismo —mientras la más calificada y joven emigró masivamente en las primeras horas del conflicto— y reducir su exposición como agresor ante la opinión pública internacional.

Además, desde una perspectiva estratégica, ese ritmo pausado le da el tiempo suficiente para alcanzar el río Dniéper, límite histórico de su zona de influencia, muy distinta de la parte occidental del país, tradicionalmente vinculada a Polonia, Hungría y Rumania.

La disolución de la Unión Soviética debió haber sido, necesariamente, una operación negociada —de otro modo, la URSS podría haber sobrevivido bajo una forma similar a la de Corea del Norte—, y en esas negociaciones Ucrania fue, con toda probabilidad, una de las principales piezas de intercambio.

También resulta evidente una lógica nacionalista en la ambición rusa de recuperar territorios que históricamente le pertenecieron y que fueron cedidos por razones políticas durante la creación de la ex URSS en 1924: el Donbass, Járkov, Odesa, Crimea (regalada por Khrushchev en 1954).

En aquel entonces, Ucrania no representaba un interés central para Occidente, como sí lo es hoy. Lo que pocas veces se menciona, en medio del aluvión informativo que rodea y distorsiona el conflicto, es que también Polonia, Eslovaquia, Hungría y Rumania tienen cuentas históricas pendientes: a todas ellas se les truncaron considerables extensiones territoriales.

Ante un previsible colapso de Ucrania, surge una pregunta inevitable: ¿cómo reaccionarán los pueblos de Galitzia y Volinia, de la Ciscarpatia, de Besarabia y de la Bukovina, cuyos orígenes no son precisamente ucranianos pero que hoy se aprisionan en su suelo?

¿No se verán fortalecidos sus deseos autonómicos, con vistas a la constitución de nuevas repúblicas referenciadas en sus patrias de origen?

4. Resultados geopolíticos. El nuevo mundo

En el plano geopolítico, el rompecabezas mundial continúa sin completarse, y sus piezas se mueven al ritmo de un concierto electrizante. Sin embargo, diversos analistas coinciden en que estamos frente a un cambio de paradigma.

A partir de 1991, con la caída de la URSS y el fin de la denominada Guerra Fría —cuyo frente simbólico había sido trazado por Winston Churchill en su célebre discurso de Fulton, el 5 de marzo de 1946, cuando propuso separar el comunismo del capitalismo mediante una “cortina de hierro”—, se consuma la disolución del sistema socialista.
Este hecho, de enorme trascendencia, dio lugar a múltiples interpretaciones, tanto en el ámbito académico como entre los analistas políticos.

La más influyente fue la tesis del fin de la historia, según la cual el avance de la democracia liberal y del capitalismo marcaría la culminación de la evolución ideológica de la humanidad.

Durante los siguientes treinta años, el mundo experimentó una etapa inédita de convivencia, en la que, más que la pugna entre superpotencias, el desafío consistía en cómo adaptarse a las nuevas condiciones globales. El G7 incluso llegó a incorporar a Rusia para conformar el G8, y el G20 funcionó durante más de una década sobre la base del consenso. Sin embargo, con el paso del tiempo se hizo evidente que aquella aparente armonía no era sino el inicio de una nueva etapa, aún más compleja que la anterior.

Una de sus expresiones más significativas fue la Primera Cumbre de la Democracia, convocada desde Washington en diciembre de 2021, a partir de la cual el sistema político global comenzó a dividirse —según su organización institucional— entre países democráticos y autocráticos.

Para dar forma a este nuevo momento, los cartógrafos del Departamento de Estado introdujeron un cambio trascendental en la configuración internacional, representado en el siguiente diseño:



Países participantes en la I Cumbre por la Democracia. Diciembre de 2021. Fuente: freedomhouse.org.

En el mapa, los países en negro correspondían a los no invitados. Según esa visión, los casi doscientos Estados del mundo quedaron divididos, aproximadamente, por mitades.
La actividad —realizada de manera virtual— fue objeto de críticas en los medios estadounidenses, que cuestionaron el criterio de selección de los países invitados y la composición de los bloques, abierta a múltiples interpretaciones.

En todo caso, la iniciativa tuvo el mérito de mostrar de forma inequívoca cómo Estados Unidos —y, por extensión, el G7— comenzaban a redefinir el concepto de democracia desde la perspectiva del Occidente colectivo. Puede considerarse, así, como el punto de partida de una guerra fría.2.

Como en todo proceso de fuerte dinamismo, en el sistema internacional surgieron nuevos esquemas que complejizaron la manera en que los países se expresan o son interpretados según sus afinidades.

Aun así, fue consolidándose —aunque de forma difusa y difícilmente verificable— la sensación de que el mundo se divide nuevamente en dos bandos: “ellos” y “nosotros”, una dialógica intercambiable según desde dónde se la mire.

Diversos acontecimientos reforzaron esa toma de posiciones, consolidando la nueva configuración global. Y aquí aparece un cisne negro: las amenazas arancelarias de Donald Trump.

Trump es el presidente de la confusión perpetua; siempre está oscilando entre dos polos y es imposible seguirle el hilo a su pensamiento. Pero su ascenso está vinculado con una insatisfacción profunda dentro de la sociedad estadounidense, una parte de la cual ya no disfruta del bienestar que alguna vez caracterizó al país.

El uso de herramientas fiscales y las consecuencias que se proyectan a corto, mediano y largo plazo han generado una cadena de efectos. El acrónimo MAGA (Make America Great Again), que da nombre a un movimiento reivindicativo de la población norteamericana, evoca una nostalgia colectiva por los logros que ese gran país fue perdiendo con el tiempo.

En el plano internacional, Trump cumple un papel protagónico en el desarrollo del escenario mundial abierto, y su personalidad resulta funcional a las estrategias del caos que distintos actores adoptan para desmontar el orden establecido por Occidente.

El proceso, aún en desarrollo, amenaza con generar un cambio tan difícil de explicar como de pronosticar. En la era digital, las amenazas mismas —sin necesidad de concretarse— ya provocan efectos de enorme magnitud.

El objetivo declarado sería que Estados Unidos recupere su condición de potencia manufacturera, el añorado “Made in USA” de los tiempos en que los “vaqueros” (jeans) llevaban esa etiqueta.

Entre las principales variables de este complejo sistema de interacciones cruzadas pueden mencionarse:

·         la intención de Estados Unidos de eliminar sus déficits comerciales crónicos (con China, la proporción es de 6 a 1 desde hace décadas);

·         el empeño por incentivar inversiones mediante mecanismos coercitivos —ya visibles en los resultados de las grandes tecnológicas y de países del Golfo—;

·         y la relocalización de capacidades productivas, los llamados -shoring, que, en rigor, no implica el regreso masivo de empresas de Oriente a Occidente, sino la construcción de nuevas plantas en territorio estadounidense, mientras las empresas apuntadas mantienen la producción en el Lejano Oriente para seguir aprovechando mercados de dimensiones crecientes.

Los analistas económicos advierten que el proceso no será tan sencillo. Uno de los principales obstáculos está en las cadenas de suministro: el aumento de aranceles encarece los insumos y puede volver menos competitiva a la manufactura norteamericana frente a la del sudeste asiático.

No obstante, surge aquí otra sorpresa, con implicancias directas para nuestra región: si el reshoring resulta costoso, crece la posibilidad del nearshoring y, sobre todo, el friendshoring. Así, podría concebirse al hemisferio americano como un mercado integrado, repitiendo el ciclo refundante iniciado en los años ochenta bajo los influjos de la Comisión Trilateral, con Henry Kissinger a la batuta —un proceso que dio origen al llamado “milagro chino”. Esto sería parte de la reconfiguración funcional que se está operando en distintas regiones del planeta.

En suma, todas estas movidas —de largo aliento— tienen resultados geopolíticos de gran alcance, pero incluso su mera puesta en marcha, y los anuncios que las acompañan —a veces contradictorios—, han llenado al mundo de inquietud e incertidumbre sobre el porvenir.

A la vez, otros factores actúan en simultáneo: las nuevas guerras (híbridas, proxy), los realineamientos geopolíticos que impulsan el multilateralismo (OCS, BRICS, etc.), la desdolarización, los desastres climáticos que modifican el hábitat, el renacimiento del militarismo europeo, y la saturación mediática global. Todo ello configura un escenario en mutación permanente, donde el orden mundial parece reescribirse sobre la marcha.

5. Milei

la creatividad encuentra oportunidades donde otros ven obstáculos

Argentina ha ingresado en un ciclo prolongado de crecimiento. No lo hace, sin embargo, siguiendo una flecha recta e inmutable: habrá altibajos, idas y vueltas, aceleraciones y ralentizaciones, desvíos a derecha e izquierda. Pero lo sostenible será una megatrend que, pese a las oscilaciones, nos conducirá de manera irreversible hacia el futuro.

El reciente triunfo del gobierno en las elecciones de medio término no representa, en absoluto, una oportunidad única para Milei: el tren del desarrollo seguirá pasando tantas veces como sea necesario. Claro está, cuanto antes uno se suba, mayores serán las chances de no viajar parado. Por otra parte, no hará falta realizar cambios drásticos si con lo hecho hasta ahora se han sorteado los obstáculos; lo que probablemente se propondrá es cumplir sus compromisos hasta el final.

Analistas se preguntan cómo el Gobierno logró reducir, en menos de cincuenta días, los catorce puntos de ventaja que el peronismo había obtenido en la provincia de Buenos Aires. La respuesta parece encontrarse en dos hechos decisivos: la implementación de la boleta única y la reunión del JPMorgan en el Teatro Colón, apenas dos días antes de los comicios. Una jugada que ni McLuhan hubiera imaginado, y que la prensa solo reflejó tangencialmente, enfocándose más en la flota de aviones privados que trajo a Ezeiza a los ejecutivos del mayor banco del mundo que en el significado político del gesto.

La boleta única, por su parte, introduce una transformación institucional de gran alcance, obligando a reconsiderar todas las elecciones recientes, empezando por la del mes pasado en la provincia de Buenos Aires.

Existe, sin duda, un voto de miedo: una mayoría —no absoluta, pero estratégicamente decisiva— que teme la vuelta del peronismo. Pero también emerge un voto de realismo: un progresismo incipiente que entiende que, cuando le toque gobernar con una versión actualizada de sí mismo, no podrá impulsar el desarrollo si Milei no sigue adelante con lo que está haciendo, aunque implique experiencias dolorosas. No puede haber desarrollo en una Argentina cerrada.

Lo sucedido este fin de semana marca el fin del peronismo unitario —nacido en 1945 con vocación federal nunca concretada— y el surgimiento de un peronismo verdaderamente federal, acompañado por otras fuerzas: radicales, socialistas y sectores independientes. Comienza así la construcción de una Argentina grande.

El espacio Provincias Unidas es un primer indicio: su presentación fue prometedora. Aunque los gobernadores —salvo Valdés en Corrientes— no hayan triunfado en sus distritos, se trata de una apuesta federal, multipartidaria y de centro, que podría convertirse en la alternativa posterior a la experiencia mileista, quizás en uno o dos períodos.

Otro aspecto relevante es el inédito padrinazgo de Estados Unidos. Nada semejante se había registrado en nuestra historia reciente, salvo que se ignore la lección del pasado. En el único otro período de crecimiento sostenido y estructural —hacia 1859/60, con el modelo agroexportador— el papel de Inglaterra fue tan contundente e invasivo como el que hoy asumen los norteamericanos. Solo que entonces no había redes ni medios digitales para dejarlo en evidencia.

Guste o no, se diga o se oculte, la trama corporativa de la sociedad argentina es tan densa como inoperante. A lo largo de la historia, esos mismos actores contribuyeron activamente a configurar el actual estado de cosas. Hay que aprender a operar en medio de esos condicionamientos. Debe nacer una nueva política que evite repetir el modelo agroexportador: enormes beneficios durante su desarrollo, y perjuicios de igual magnitud a partir de su colapso con el Pacto Roca-Runciman.

6. Se abre el telón


El futuro no se enfrenta, se construye.
Comisión Trilateral, 1979

Según una consulta a ChatGPT sobre cuántas instituciones referencian sus planes al 2050, la respuesta es: "Aunque es difícil dar un número exacto, miles de instituciones en todo el mundo tienen objetivos hacia 2050, especialmente en sectores relacionados con el cambio climático, la sostenibilidad, la energía y el desarrollo económico y social."

¿Por qué ocurre tal coincidencia entre instituciones tan diversas? ¿Tiene el año elegido algún valor simbólico? Las explicaciones encontradas son variadas, aunque ninguna resulta del todo convincente.

Fijar la vista en 2050 no parece fruto del azar, ni de un acuerdo global que impusiera la fecha, sino de múltiples mecanismos de convergencia —explícitos e implícitos— que han llevado a “miles de instituciones” a tomar ese año como horizonte de planificación.

En estos fenómenos de alineación progresiva, donde distintos actores clave se influencian entre sí, surge una especie de sincronización global en visiones y misiones. Así se configuran megatendencias que funcionan como hilos invisibles, conectando épocas distintas y reforzando la idea de que la historia avanza según ciertas determinaciones estructurales. Estas convergencias no son meras coincidencias: se constituyen en una agenda por sí mismas, haciendo que el futuro deje de ser una incógnita absoluta.

Surge entonces una pregunta inevitable: ¿pesan más las urgencias del presente o el magnetismo de un futuro que aún no llega, pero que ya impacta nuestras expectativas? ¿Es esa imaginación del porvenir la que se traduce en escenarios posibles, probables, factibles y —según quien los interprete— deseables, actuando como un “atractor” al que estamos inevitablemente dirigidos?

En el lenguaje de los sistemas dinámicos, un atractor es un conjunto de valores hacia los que un proceso tiende a evolucionar, incluso partiendo de condiciones iniciales muy diversas. La construcción de escenarios y el diseño de modelos matemáticos que los representen, junto con la simulación computacional de futuros posibles, nos permiten avanzar —con un grado razonable de certidumbre— hacia los destinos que aspiramos alcanzar. Hoy, gracias al impulso de la inteligencia artificial, esta tarea, compleja y poco considerada, ha ganado precisión y potencia, y sustenta buena parte de las decisiones que nos afectan.

Entonces, ¿el futuro se enfrenta o se construye? ¿Está el devenir guionado?

En este contexto resurge una noción provocadora: el Punto Omega, acuñada por el jesuita y paleontólogo francés Pierre Teilhard de Chardin. Según él, se trata del punto más alto de la evolución de la consciencia, el destino final de una humanidad que avanza hacia la plenitud de su lucidez.

Teilhard, junto al biólogo ruso Vladímir Vernadski —autor de La Geosfera (1924) y La Biosfera (1926)—, sostenía que el planeta atraviesa una transformación: de la biosfera hacia la noosfera, una esfera regida por la inteligencia, el conocimiento y la consciencia colectiva.

Ing. Alberto Ford

IRI / UNLP

albertoford42@yahoo.com.ar

Buenos Aires, octubre de 2025