lunes, 4 de septiembre de 2017

El Faro de mi niñez

El problema era La Nena. Así se llamaba la briosa yegua de pelaje tostado que atada al sulky nos llevaba al pueblo. Como era muy asustadiza, mi mamá ponía mucho cuidado cuando tenía que bajar para abrir la tranquera. En el ínterin, yo quedaba sentadito en el pescante mientras miraba con atención la rutina. Primero soltar la rienda para sujetar la yegua, levantar el gancho de hierro que trababa la tranquera y abrirla del todo, pasar la yegua que resoplaba amenazante y el sulky conmigo arriba, volver a cerrar la tranquera, poner la rienda nuevamente en las argollas, y subir para retomar el camino. Distinto era cuando papá nos llevaba en el viejo Graham Paige. El viaje era más distendido aunque, ya se sabe, no es lo mismo viajar en auto que en sulky. Sobre todo para un chico de seis años. Al llegar a Faro todo se allanaba, menos mi ansiedad.
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Faro era uno de los centenares de pueblos de la llanura bonaerense que acompañaron el tendido de las redes ferroviarias, asentado en este caso sobre la traza del Ferrocarril del Sud como se llamaba entonces el Roca. Su nombre proviene del faro de Monte Hermoso cuya luz intermitente se dejaba ver al atardecer cuando era encendida. Las estadísticas dicen que Faro llegó a tener seiscientos habitantes y estaba a pocos kilómetros de la cabecera del distrito, Coronel Dorrego. Su diseño tomaba forma a partir de un rectángulo alambrado perteneciente al ferrocarril, de nueve cuadras por dos, en cuya parte central se ubicaba la estación construida de ladrillos al estilo inglés. Enfrentados, atravesando las vías, se levantaban unos cuantos galpones de chapa acanalada con el cartel “Faro. FCS” bien visible a lo alto. Dentro de ellos se armaban las estibas de las bolsas de arpillera, confeccionadas con yute de la India, que cuidadosamente apiladas guardaban el cereal que cada año se mandaba al puerto. Afuera del rectángulo, a un costado por el lado menor, en un sólido edificio del mismo estilo que el de la estación, funcionaba la escuela adonde concurrían los chicos del pueblo y de los campos cercanos.  El resto de las construcciones, dando al frente de la estación, se alineaban a lo largo de las nueve cuadras.

Donde funcionaba la U.T. (“unión telefónica” como en ese tiempo se llamaba la compañía estatal), vendían revistas. Ahí comenzaba a calmarse mi ansiedad. Era el momento de mi acceso a todos los “mundos” (argentino, peronista, deportivo, infantil, agrario, etc.), la denominación que tenían las revistas informativas. Había tiempo de sobra para elegir: alguna comunicación de larga distancia pedida por mis padres tardaba horas en establecerse. Mientras, se hacían otras compras.

En el almacén de ramos generales de don Herminio Fernández -la personalidad del pueblo- se hacía la provista de todos aquellos artículos que no se podían producir en el campo. También oficiaba de acopiador de cereales y estación de servicio. Recuerdo los surtidores azules de YPF con una gran ampolla blanca de opalina en su parte superior donde estaba impreso el logotipo de la empresa estatal, y dos grandes vasos que la nafta iba llenando y descargando en forma alternativa. La manivela de la bomba que subía el combustible del tanque subterráneo era movida a mano y su movimiento de vaivén se parecía al de un limpiaparabrisas.

No faltaba la visita al mecánico de apellido Orta para arreglar alguna pieza del tractor, el arado o la cosechadora. Una imagen vívida era la de la fragua cuyo fuego resplandecía hasta cegar cuando se daba vueltas a la manija para levantar la temperatura. Por cierto, como en la mayoría de los talleres mecánicos de los pueblos de la pampa húmeda, estaban siempre poniendo a punto un coche de carrera construido en los ratos libres por el dueño y sus hijos. Después de ir a concretar la llamada y comprar las revistas de rigor, si mamá no había ido esa vez, papá me llevaba al boliche de Crici para cerrar el periplo con alguna copita de Hesperidina mientras yo comenzar a abrir uno de los paquetes de las galletitas Manón (me las compraban en la cantidad suficiente para que tuviera uno cada día hasta la próxima visita al pueblo).

La vuelta sí era medio tristona, fuera en coche o en sulky. Pero al día siguiente todo recomenzaba. Mi mamá me ponía el mameluco y salía como siempre detrás de mis correrías habituales.
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Una vez mi hermano mayor me contó una anécdota de familia, de esas que bajan fidedignas hasta que se van esfumando con el paso de las generaciones y el cambio de las circunstancias. Mi bisabuelo cuando venía al campo desde el paraje de los “tres arroyos” (el pueblo seria fundado unos años después) al pasar por el Quequén Salado le tenía que pagar peaje al Tigre del Quequén. Yo no tenía idea de quién era el mentado tigre por eso, interesado en ese tipo de tradiciones de pago chico, me faltó el tiempo para ir a guglear.

Dice la crónica que Felipe Pascual Pacheco, un legendario gaucho matrero, de vida errante y facón a la cintura, supo refugiarse en la segunda parte del siglo XIX en una caverna a orillas del río Quequén Salado, que hoy es una atracción turística conocida como la "cueva del tigre", en el partido bonaerense de Coronel Dorrego, a unos kilómetros de Faro.  En diciembre de 1875, el comisario Luis Aldaz, rudo personaje de la campaña, en un descuido del "Tigre", consigue atraparlo en su propia guarida (cuentan que le llamó la atención un perrito que se metía en una cueva). Así terminaba su carrera de gaucho alzado.  En ese sitio donde la naturaleza fue pródiga, bañada por las aguas del río que hace de límite natural entre los partidos de Tres Arroyos y Coronel Dorrego, rodeada de altos barrancos, con una impactante cascada (llamada ahora "salto del tigre"), ronda el ánima del temible Pacheco, que para algunos historiadores era un bandido rural, y para otros una especie de "Robin Hood" pampeano.

Marcos González, que murió en 1940 a los 99 años, fue, además de un convencido republicano español, mi bisabuelo materno. De sus campos quedaban algunos retazos en mi niñez. Que don Marcos andaba por aquellos lares en la época del Tigre, lo prueba otra anécdota familiar. Resulta que para volver desde su propiedad a Tres Arroyos, sobre el ramal recién tendido que venía de Bahía Blanca, paraba el tren con una banderita porque la estación aún no había sido fundada. Con el tiempo ese paraje se llamó El Perdido, sobre la ruta 3, la misma denominación que tenía su estancia. En su casco estaba la casa en la que viví hasta los seis años, a una legua de Faro, adonde algunas veces iba en el viejo Graham Paige y otras veces en el sulky tirado por La Nena.

Alberto Ford Hurtado


La Plata, setiembre de 2017