15 10 30 El enfoque territorial en la Argentina
Comentrio Ricardo Lafferriere
El artículo de Alberto
Ford y Juan José Cavallari ponen en discusión un tema que, aunque ausente de la
agenda pública, subyace desde el nacimiento del país –e incluso durante los dos
siglos y medio de la colonia-, eclosionando periódicamente por las tensiones
que se generan al no ser previsto (y cuando lo fue, al no ser cumplidos los
acuerdos institucionales) que provocaron el singular desequilibrio
geográfico-humano del territorio argentino.
El presente es el fruto
de la historia y de la geografía. La estructura económico-política del
Virreynato –antecesor institucional del estado argentino- comprendía dos polos
y un endeble camino que los unía: Potosí y el puerto de Buenos Aires. Esos dos
extremos justificaron la unidad política de la institución virreinal, con la
misión de sacar la riqueza del Alto Perú asegurando el camino que traía esas
riquezas hasta el lugar de embarque.
Sobre esa “línea” se fue
edificando lo que luego sería la Argentina, con apenas un par de agregados
marginales en Cuyo y el litoral. El primero, como barriada extracordillerana
del Reino de Chile. El segundo, como gran proveedor de caballos y mulas para
las caravanas que realizaban el gran viaje. Y en esa línea surgieron las
ciudades virreinales, así como las postas y servicios a los viajeros.
Buenos Aires era la gran
proveedora, por su puerto, de los productos que requería la pequeña sociedad
edificada para mantener ese camino. Su denominación de “Virreynato” aparece
claramente como una magnificación, atento a su realidad, salvo en sus dos polos
de exuberancia.
Aceptando que los
párrafos que anteceden implican una simplificación extrema, está claro que esos
componentes básicos conforman los cimientos de una sociedad cuyas líneas
maestras se extienden hasta hoy, como podemos observar con una mirada rápida a
la distribución poblacional del país.
Daniel Larriqueta estudió
en sus memorables obras “La Argentina renegada” y “La Argentina imperial” la
dinámica de esos dos extremos, cuyas características culturales han provocado
el remolino de turbulencias que, a dos siglos de la revolución, no han logrado
su síntesis.
La Argentina renegada,
ignorada por la vieja historia oficial, “tucumanesa” en la semántica de
Larriqueta, en estado puro, es Bolivia. La Argentina imperial, negada por las
voces ancestrales de los dos siglos coloniales originarios, “atlántica” según
nuestro autor, en estado puro, es el Uruguay. Pero acá siguen protagonizando
los choques que conformaron este país original y diferente en el continente
americano, distinto a todos y con problemas sin resolver que no lo dejan
encarrilarse definitivamente en la senda de la modernidad para poder soltar
lastres y encarar la agenda del siglo XXI.
Producida la revolución, el hecho más traumático
para la vieja unidad geo-económica-política virreinal fue la segregación del
Alto Perú. La extirpación de ese extremo dejó al viejo camino colonial
desarticulado. Quedaba el puerto, pero no ya más las riquezas que financiaban
el conjunto. Todo el ex Virreynato, esa antigua senda, de pronto se convirtió
en un “camino a ninguna parte”.
Los antiguos y
ricos comerciantes porteños se apercibieron de inmediato que sin una nueva
fuente de riqueza, la pérdida del Alto Perú los condenaba a la pobreza
inexorable. Y la nueva riqueza comenzó a desarrollarse en la llanura pampeana y
el litoral a partir de la tercera década revolucionaria para reemplazar a la
plata que llegaba del Potosí.
Esa nueva riqueza, sin
embargo, no fue funcional a todos los servicios que, a lo largo del viejo
camino real, permitía la subsistencia a las antiguas ciudades coloniales, sus
postas, sus fábricas de carretas, ponchos, arreos, platerías y demás
adicionales para los viajeros y para quienes allí vivían. Y comenzó su
declinación, frente a la inexorable y creciente preeminencia de quien manejara
el puerto, y además, la riqueza principal del nuevo Estado.
Los conflictos soterrados
–y también los púbicos- de los primeros tiempos lo mostraban. Al comienzo, los
comerciantes porteños fueron quienes sostuvieron económicamente los Ejércitos
de las Provincias Unidas, cosa curiosa si no lo enmarcamos en su necesidad de
recuperar la perdida fuente de financiamiento en metálico. Las tropas del
Ejército de los Andes llegando hasta Perú, ante la imposibilidad de recuperar
el Alto Perú luego de las dos primeras campañas del Ejército del Norte,
buscaban esa meta, que no pudieron lograr. Perú fue libre, pero Bolivia sería
un nuevo Estado, independiente y con intereses propios diferentes a los de las
Provincias Unidas.
Cuando esa pérdida se
hizo irreversible, llegó Guayaquil y la necesaria mirada hacia adentro. La
nueva riqueza creció rápidamente a través de la ganadería en el territorio
circundante al puerto. El crecimiento de la ocupación territorial bonaerense
protagonizada por Rosas en su “primer campaña al desierto” fue funcional y
consolidó este proceso, tanto como la reconversión de las viejas fortunas
comerciales en fortunas agropecuarias. Las primeras tierras
“conquistadas” a las naciones indias fueron las bonaerenses, justamente por las
campañas rosistas.
En términos más modernos,
Rosas fue el generador de la primer oligarquía terrateniente, anulando el
progresista intento de Rivadavia mediante la Ley de Enfiteusis de crear riqueza
agropecuaria sobre la base de una clase media rural que sólo se repetiría con
la experiencia de Urquiza en Entre Ríos, y luego con los arrendatarios que
llegaron con la gran inmigración, con medio siglo de retraso y con otras formas
jurídicas, un gran componente de explotación a los inmigrantes y la tierra
pública ya adjudicada, esta vez a los financistas, generales y coroneles de
Roca luego de la Segunda Campaña del Desierto.
El complejo oligárquico,
ya comercial-terrateniente, consolidó fuertemente su riqueza a través de su
manejo del puerto, llave del comercio exterior. Halperin Donghi ha demostrado
que al momento de producirse el pronunciamiento de Urquiza, el presupuesto de
la provincia de Buenos Aires era diez veces superior al de la suma de todos los
presupuestos de las restantes trece provincias.
El ahogo que producía a
todas ellas el asfixiante aislamiento a que las sometía el régimen rosista
eclosionó a mediados del siglo XIX. La principal bandera rebelde fue la
nacionalización del puerto y de sus rentas, para que no sirvieran sólo a la
rica provincia rioplatense, sino a todo el territorio, que si con la Revolución
había sufrido la pérdida del extremo norte del viejo camino colonial –Potosí-
en el nuevo escenario también había “perdido” los beneficios del otro extremo,
el del puerto, quedando condenado a un patético e impotente insularismo.
De ahí que la
nacionalización de los recursos de aduana fue central en el acuerdo
constitucional. Buenos Aires –centralmente, sus sectores dirigentes,
protagonistas excluyentes de la política de entonces- aceptaron luego de la
batalla de Cepeda ceder las rentas de la aduana a cambio de un período de
transición en el que sus deudas serían soportadas por la Nación. La curiosa
evolución histórica de la redacción de los arts. 4 y 67 –hoy 75- de la
Constitución Nacional, corazón del acuerdo constituyente que permitió la
existencia del Estado Nacional, es una demostración de la renovada tensión.
Los derechos de
importación serían nacionales, no habría más derechos de aduana entre
provincias ni “derechos de tránsito”, y no habría más derechos de exportación.
Tal el acuerdo constitucional sin el cual la Nación no se hubiera constituido.
Pero llegó la guerra del Paraguay, fue necesario financiarla y se postergó esta
derogación de los derechos de exportación por un tiempo acotado, que terminada
la guerra fue prolongado “in eternum”.
Ese paso significó no
sólo la derrota definitiva del federalismo, sino de la propia causa de Mayo. Ya
la Representación de los Hacendados, canónico antecedente de la revolución,
reclamaba el cese de todos los derechos de exportación considerándolos nocivos
para el crecimiento. Vale la pena recordarlo.
En 1809, Mariano Moreno
presentaba ante el Virrey Cisneros, en nombre de “veinte mil labradores y hacendados
de estas campañas de la Banda Oriental y Occidental del Río de la Plata” uno de
los documentos precursores del movimiento revolucionario que eclosionaría un
año después y comenzaría el proceso independentista con la formación de la
Primera Junta de Gobierno Patrio. El documento pasaría a la historia con el
nombre de “Representación de los Hacendados” y no hay argentino que no lo haya
conocido y estudiado al pasar por la escuela primaria.
Ese documento ha sido
considerado fundacional por todo el arco historiográfico argentino. Moreno, el
patriota con más encendidas ansias de libertad, el inspirador de la corriente
más avanzada en el proceso revolucionario, solicitaba no sólo el libre comercio
frente al ahogante monopolio oficial, sino que demandaba limitar totalmente los
gravámenes a los productos agropecuarios, expresando en la “súplica” sexta:
“Sexta: Que los frutos del país, plata, y demás que se exportasen paguen los
mismos derechos establecidos para las extracciones que practican en buques extranjeros
por productos de negros; sin que se extienda en modo alguno esta asignación por
el notable embarazo que resultaría las exportaciones, con perjuicio de la
agricultura, a cuyo fomento debe convertirse la principal atención.” Ese punto
estaría llamado a transformarse para los tiempos en la llave de oro del
progreso del nuevo país.
De ahí que al diseñarse
la Constitución, el delicado pero también sofisticado equilibrio pensado por
Alberdi y aceptado por todos preveía no sólo la anulación de los derechos de
exportación, sino que en el mecanismo de promulgación y sanción de las leyes,
los derechos de los ciudadanos, de las provincias y de los tres poderes del
Estado se resguardaran cuidadosamente delineando los derechos personales que el
Estado de ninguna manera podía avasallar (las “declaraciones, derechos y
garantías”, justamente el primer capítulo de su Primera Parte, como símbolo de
su trascendencia); la división del poder del Estado en tres ramas, una de las
cuales, de las que dependía la sanción de las leyes debiera equilibrar
perfectamente los derechos de las mayorías –Diputados- y de las provincias
–Senado-; y los gobiernos de provincia, para los que se reservaba todo el poder
residual no delegado.
La nueva Constitución no
alcanzó, sin embargo, a neutralizar la tendencia a la concentración de poder.
Ya vimos cómo las circunstancias destrozaron uno de sus principios
fundamentales –la prohibición de derechos de exportación, altamente perjudicial
para todas las provincias interiores-; esta anulación provocó la concentración
creciente de poder en el gobierno nacional, y esta concentración –profundizada
con la capitalización de Buenos Aires, fuertemente resistida por Leandro N.
Alem- convirtió a las provincias en jurisdicciones administrativas del poder
nacional.
Lo demás fue la
consecuencia de estos pasos iniciales. Por supuesto que la densidad del proceso
histórico del siglo XX no admite tampoco simplificaciones. Sin embargo, al
entrar en el siglo XXI, las consecuencias de esta concentración económica
convertida en círculo vicioso está a la vista y constituye la principal
deformación del país.
Basta para tomar
conciencia de esta realidad con una simple observación: en los 4.000 kms2 que
rodean al puerto de Buenos Aires, viven más de 12 millones de personas, con una
densidad demográfica de 3.500 habitantes por km2, una de las más altas del
mundo junto a la franja de Gaza, en Medio Oriente. En los 2.800.000 km2
restantes que están más allá de la cuenca Matanza-Riachuelo, Rio Reconquista y
el Río de la Plata, viven los 28.000.000 restantes, con una densidad de 10
habitantes por km2, una de las más bajas del mundo.
La matriz de
funcionamiento de la economía argentina hoy tiene una dinámica perversa. Sus
zonas productoras son esquilmadas para financiar el sistema político clientelar
del conurbano. Ello les impide desatar sus propios procesos de capitalización,
inversión y crecimiento. Y lo que quizás es más grave: anula su sistema
político, convirtiendo a las legislaturas y concejos deliberantes en cuerpos
simbólicos, sin poder real para incidir en sus sociedades por haber sido
castrados de recursos.
La consecuencia directa
es que en lugar de contar con un desarrollo industrial apoyado en las materias
primas producidas por el país –como todos los países con características
similares que ofrecen sistemas industriales integrados con su producción
primaria y mercados internos homogéneos- los excedentes agropecuarios financian
un sistema corporativo y prebendario compuesto por un entramado de empresarios
protegidos, industrias caprichosas y económicamente inviables sostenidas por
sus vínculos con el poder, redes gremiales corporativas, sistemas políticos
clientelizados y una opacidad favorecida por la desbordante concentración
humana plena de necesidades creada alrededor del puerto.
En lugar de generarse
inversiones para el crecimiento –y en consecuencia, fuentes de trabajo y
entramado del desarrollo- en las diferentes regiones productoras, éstas se han
desarrollado en el conglomerado portuario, incitando una constante migración,
producida durante todo el siglo XX.
La migración
aluvional llega desde todas las regiones argentinas, incluida la propia
provincia de Buenos Aires. El país interior es privado de la posibilidad de su
propio desarrollo porque sus excedentes son absorbidos por el barril sin fondo
de las necesidades de ese sistema populista-autoritario, al que se suman los
fenómenos de la fragmentación posmoderna: las redes delictivas globales, la
imbricación de estas redes con los escalones políticos, policiales, judiciales,
gremiales e incluso de organizaciones sociales convocadas para luchar por
necesidades justificadas.
Más aún: este sistema
fomenta atractores migratorios que trascienden las fronteras. Miles de
ciudadanos de países cercanos son seducidos por posibilidades de vida que, aún
en la miseria, son superiores a los de sus regiones de origen, y ante la
ausencia de adecuadas contenciones institucionales de recepción caen en manos
de esas redes, multiplicando los problemas de convivencia para ellos y para las
sociedades ya establecidas.
Y la mesa está servida.
Es muy difícil desatar un
proceso alternativo en el marco del sistema de relaciones de poder creados por
estos intereses que conforman el complejo corporativo-populista, el que se expresa
al interior de la mayoría de las fuerzas políticas argentinas, como
"ideología oficial" o paradigma dominante en intelectuales y
periodistas, gremios y cámaras empresarias, en diarios y academias. Es más
difícil hacerlo si el debate sobre sus mecanismos permanece oculto tras
invocaciones a viejas lealtades, a épicas difusas y a afectos generados por
viejas luchas, o tras la aparente identidad entre el perverso sistema vigente
con los intereses “nacionales y populares”, a los que en realidad ignora. Pero
no debemos ignorarlo.
La ocupación del
territorio exige en primer término reformular el contrato económico-social
básico del país, acercándonos al proyecto constitucional. Sin negar –al
contrario, reafirmando- la solidaridad nacional, es necesario volver a
garantizar a los ciudadanos la vigencia de sus derechos, la neutralidad de la
ley y la erradicación de la discrecionalidad de los funcionarios.
Es necesario dar
carnadura a la política democrática devolviendo los recursos extraídos a las
regiones productoras, para que sean sus representantes –Gobernadores y
Legisladores, Intendentes y Concejales- los que definan sus políticas. Es
necesario concentrar los esfuerzos del Estado Nacional a las grandes obras
públicas de conexión y de gran escala, especialmente en el área energética, y
en sus responsabilidades de defensa e imbricación con el mundo.
Es necesario, con los
recursos que se extraigan para la solidaridad nacional, edificar ese sistema
integral de inclusión social sobre bases legales y no sobre la
discrecionalidad, para volver a dar calidad institucional al parlamento y
cuerpos deliberativos y para liberar a los ciudadanos más pobres de la
humillación permanente del clientelismo, tarea no menor si observamos la
extensión que ha cobrado esta deformación ante la ausencia de los escalones
estatales en las necesidades directas de los más necesitados.
Es necesario, en
síntesis, poner en vigencia como primer paso la Constitución Nacional, para lo
cual el espíritu debe estar abierto a los diálogos y acuerdos, no ya con
quienes piensan parecido sino principalmente con quienes piensan diferente,
habida cuenta de la dimensión de la tarea y de su esencial a-ideologización.
En estas tareas, ni
amigos ni adversarios son los mismos que en otras etapas, cuyas prioridades de
lucha eran otras. Como diría Ulrich Beck, la gran potencialidad del “fin de lo
obvio” es la posibilidad de empezar de nuevo. No es más “democracia o
dictadura”, ni “liberación o dependencia”. Es más sutil, aunque no menos duro.
Junto a quienes defiendan
propósitos similares, democráticos y republicanos; frente a quienes insistan en
profundizar o mantener el populismo autoritario. En ambos campos hay viejos
simpatizantes de “izquierdas” y “derechas”, pero no es esa dialéctica la que
anima los alineamientos de hoy. En forma de caricatura, la alianza oficialista
que bajo el liderazgo de Cristina Kirchner se extiende desde Menem hasta
Bonafini muestra la amplitud del populismo autoritario.
Junto, entonces, a
quienes imaginen –como Mariano Moreno- un país abierto a las corrientes
globales de comercio, inversiones, modernización, tecnologías, finanzas,
inclusión democrática, manejado por sus ciudadanos. Frente a quienes, como en
tiempos del Virreynato, prefieran un país cerrado, insular, aislado,
corporativo, manejado por un poder opaco y autoritario.
El artículo de Alberto
Ford y Juan José Cavallari muestran cómo es tratado el problema del territorio
en la construcción de una región que es considerada por muchos como un modelo a
seguir, la Unión Europea. Me ha tocado observar de cerca la importancia de los
“fondos de cohesión” para soldar Europa y he visto en España las principales
obras públicas –autopistas, aeropuertos, puertos, comunicaciones, incluso
viviendas- construidos con fondos aportados principalmente por los países más
desarrollados, los que superan la media comunitaria. No hubo allí una
expoliación de las zonas productoras para crear clientelismo, sino un esfuerzo
equitativo para dar homogeneidad a una sociedad de desarrollo desigual, objeto
del más avanzado experimento de ingeniería política que ha realizado la
humanidad en su historia.
Todos los pasos, desde
cada proyecto hasta el último Euro, fue decidido en los parlamentos, con debate
de los representantes del pueblo. Ni un centavo se asignó sin debate abierto y
transparente, en todos los escalones interesados, desde quienes aportaban hasta
quienes resultaban beneficiados. El resultado es un enorme avance en la
disminución de asimetrías, que aunque hoy parezcan aún grandes, lo son mucho
menos que las existentes al comenzar este proceso. En todo caso, debemos
separar la crisis originado en el desborde de las finanzas liberadas de toda
reglamentación, de los avances sociales y de integración logrados en medio
siglo de construcción europea.
El país del porvenir
viene de la mano de la ocupación plena del territorio. Como un equivalente de
la utilización plena de la capacidad libre de su gente, para vivir su vida,
para decidir su destino, para edificar su futuro. No es un tema técnico. Es
fuertemente político, quizás el corazón del verdadero debate político
argentino. La ocupación plena del territorio, la integración plena de su
política federal, la utilización plena de sus derechos constitucionales, le
ampliará a nuestros compatriotas esa posibilidad, sin necesidad de migrar, sin
carencias básicas, sin incertidumbres traumáticas que alcancen a su propia
existencia. O la de sus hijos.
Autor: Ricardo Lafferriere
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